En 2001 viajé a Nicaragua sin decirle nada a nadie, salvo a un amigo con quien me reportaba.
Estaba en un momento personal especial y necesitaba despejarme. Así que miré el mapa, busqué un lugar con playa y volé a Centroamérica.
En el avión conocí a un nicaragüense que no podía creer que una mujer sola viajara a su país, un sitio considerado peligroso y violento. Le sorprendía que tuviera ganas de conocer, de aventurarme. Le expliqué que no le tenía miedo a mi propia compañía, que me gusta la soledad y tengo un espíritu curioso. Quería ver qué tenía Nicaragua para ofrecerme.
Pero a Clarence le daba temor y prácticamente me adoptó. Me indicaba cómo moverme, me llevaba a diversos sitios y tuvimos varias charlas.
En toda mi estadía no ví un turista. Por entonces el país no estaba preparado para recibir extranjeros.
Sin embargo, para mí fue una experiencia espectacular; era lo que estaba buscando.
Cuando llegué a Managua empecé a buscar hotel y Clarence me dijo que sólo había un Hyatt. Así que me fui a un hotelito tipo vecindad.
En varios momentos tuve la sensación de que viajaba en el tiempo. Tenía que ir a un ciber para comunicarme con mi mejor amigo de ese momento y una vez que fui a bailar sentí que estaba dentro de una película de los años ‘70.
En Nicaragua me dediqué a pasear completamente desconectada de mi mundo conocido.
En Managua visité la Catedral vieja, a la que no se puede entrar. Su reloj se detuvo a las 12.35 de una madrugada de 1972, un día cerca de la Navidad, cuando la capital fue devastada por un terremoto que mató a unas 20.000 personas. Quedó abandonada, con peligro de derrumbe. Al lado construyeron lo que en ese momento decían era la Catedral más moderna del mundo. El contraste entre los dos edificios era impactante.
Conocí lagunas cercanas a Managua, lugares silenciosos y sin gente. Me llamaron la atención las escuelas abiertas, en quinchos al aire libre, con aulas en círculos para fomentar la igualdad y la participación. Eran súper coloridas e innovadoras.
Visité la playa Pochomil, un paraíso alucinante, de mar caliente y puestas de sol sobre el mar. Muy mágico, te deja sin aliento. Al atardecer las tortugas corrían para hacer sus pozos y poner sus huevos. Emocionante.
Me llamó la atención que no había gente en la playa, estaba sola con los dueños de los bungalows.
La población es mestiza o negra. Se veía pobreza y chicos en la calle.
Nicaragua no es un lugar que recomendaría por la inseguridad y la violencia, pero fue el lugar que yo necesitaba para desconectar y cargar pilas.
Recuerdo que todo me asombraba; fue intenso y transformador. Agradezco haber vivido esa experiencia de contrastes, de aprendizaje cultural y gastronómico. Conocí a fondo, viví la vida de ellos.
Un día viajé a Jalapa, un pueblo rural. Me alojé en una cabaña sencilla. Un día, me encontré con un grupo de mujeres reunidas debatiendo sobre cómo levantarse contra el machismo y el maltrato. Me acerqué y me quedé escuchando. Contaban que las nenas no podían andar en bicicleta o jugar a la pelota. No pude evitar levantarme y hablar espontáneamente de la experiencia en Argentina. Me escucharon.
A veces pienso que, si hubiera querido, podría haber iniciado una revolución feminista.