Los majestuosos cerros de la pre Puna salteña lo envuelven todo. Siempre sorprende la grandeza de la naturaleza que pone en su sitio la pretensión humana de abarcarlo todo. En esos cerros de colores de más de 3.000 metros de altura viven 3.900 familias de 24 comunidades kollas -aymara-quechuas-.

Impacta ver las siluetas de los caminantes por esos senderos solitarios de las alturas rumbo a sus casas mimetizadas con el ambiente de estos pequeños pueblos que, lejos de lo que uno puede imaginar, disponen de agua, luz, internet, escuela, iglesia, canchas de fútbol, bares, hostels y balcones naturales que miran hacia un paisaje privilegiado y sobrecogedor.

San Isidro es una de las comunidades kollas que se encuentra a sólo ocho kilómetros de preciosa e imperdible Iruya, a la que se llega a través del lecho del río San Isidro. Allí viven 47 familias que conservan su cultura intacta, sus tradiciones, sus saberes e idiosincrasia.

Este recorrido es el elegido por senderistas y amantes del trekking que lo recorren en seis o siete horas atravesando un escenario pintoresco y de abrumadora belleza, en medio de un gran cañón y montañas de colores.

El río marca el rumbo de los caminantes y también de quienes lo recorren en 4×4, en época de sequía. Formado por el río Trihuasi y el río Las Cuevas, este curso de agua casi siempre cristalina desembocará cientos de kilómetros más allá, en el Río de la Plata.

Nuestra visita a San Isidro fue casi por casualidad. Sabíamos que era un lugar que merecía ser conocido, pero el horario de nuestro ómnibus de regreso a Humahuaca no nos permitía las seis horas de trekking (después nos dimos cuenta que para nosotros hubiera sido una caminata bastante exigente).
Así que, en principio, parecía que el lugar quedaría pendiente para otra ocasión hasta que apareció una oportunidad, esas que ocurren cuando las cosas tienen que suceder.
Fue así. En nuestra caminata hacia el Mirador de la Cruz, en Iruya, nos encontramos con una mujer que nos entregó un folleto de la Casa de la Cultura Awawa donde proponían una excursión de mediodía a San Isidro en parte en 4×4 y, en parte, a pie. El precio: $25.000 por persona. Nos decidimos por ellos porque nos resultó atractivo que se tratara de una experiencia cultural, además de paisajística. Sería una inmersión en la cultura de los pueblos originarios.

A las 9 del día siguiente, nos pasó a buscar Bernabé Montellanos, nuestro guía de la comunidad. Allí comenzó el viaje hacia el interior profundo a nuestras raíces.

En un paisaje conmovedor (no podemos evitar repetirlo) circulamos unos 40 minutos por el pedregoso lecho del río con los cerros como paredes que nos envolvían y protegían. Para llegar cruzamos el río unas cinco veces, mientras conversábamos con Bernabé sobre la vida, la historia, los pueblos que muchos aún hoy creen que no existen.
Bernabé nos habló de las tres colonizaciones: la inca, en el siglo XII, que no logró unificar a todos los pueblos originarios que existían en estos territorios; la española de 1492 que impuso la religión católica y la última, “la colonización argentina” en 1810 que en su Constitución de 1853 proponía un país que olvidaba a los pueblos originarios, su cultura y sus lenguas. “Eso nos partió por la mitad. Los abuelos las siguieron manteniendo, pero llegó la Iglesia y las culturas se fusionaron por imposición”, cuenta Bernabé.

Recién con la reforma constitucional de 1994, Argentina reconoció la preexistencia de los pueblos originarios y muchas comunidades recuperaron territorios mientras se iniciaba un proceso lento y dificultoso de rescate y visibilización cultural.

Hablamos de todo eso en el camino que se hizo ameno. Poco después, nos encontramos con una gran escalera de piedra de 54 escalones que nos llevó a la entrada del pueblo con casas de adobe, callecitas empedradas, animales y campos sembrados. Hospedajes, comedores y almacenes.
“El eje es la tierra, la ganadería. Nunca nos morimos de hambre. Toda es gente trabajadora”, asegura Bernabé.

Caminamos el pueblo en las alturas del cerro, tomamos un té de hierbas del lugar en un bar con vista al lecho del río y al cerro que casi podríamos tocar con las manos. Seguimos conversando. Bernabé nos contó sus historias, nos hizo escuchar su música, ahora la de invierno pero también hay música de verano.
Nos recordó que los pueblos originarios están vivos y agradeció la visita.
