Desde hace años, especialistas y actores culturales alertan sobre las prácticas que, en nombre del turismo, tienden a banalizar o estereotipar las expresiones culturales para atraer visitantes.
El turismo está pasando velozmente de ser una simple actividad recreativa a convertirse en un modo de vida, o al menos, un guión aspiracional de la sociedad moderna. El flujo de viajeros ha ido de los viajes iniciáticos en el origen del turismo moderno, con el Grand Tour, a la creciente presencia de nómades digitales. En constante cambio, esta actividad se presenta como un espacio de diálogo y reconocimiento cultural. Sin embargo, no está exento de desafíos, especialmente cuando las políticas turísticas terminan desdibujando las expresiones culturales de las comunidades locales y convirtiendo su patrimonio en una mercancía. La tensión entre ambos mundos (turismo y cultura) demanda un análisis crítico, propositivo y consciente.
Dean Mac Cannel plantea, en el ya clásico “El Turista, una nueva teoría de la clase ociosa”, que toda actividad turística es una actividad cultural. Debemos entender, para profundizar en la relación entre cultura y turismo, que las sociedades humanas se han desarrollado de la mano de la cultura. Sus manifestaciones, identidades, prácticas u objetos son el emergente de ésta. Por lo tanto, es imperioso comprender que, como toda actividad cultural (en el más amplio sentido de la palabra), el turismo responde a los modelos posibles de esa sociedad y su época.

Diversos autores argumentan que el consumo de experiencias (viajes, ocio, cultura) ha reemplazado al trabajo como fuente de identidad y realización en occidente. Para Bauman, la “modernidad líquida” es el emergente de estructuras sociales cada vez más efímeras (trabajo, relaciones, etc.) en que las personas priorizan la autonomía y las experiencias (viajes, recreación) sobre los compromisos de largo plazo. Este modo de vida da espacio a la aparición de más objetos y prácticas consumibles, ya que todo puede ser una nueva experiencia.
Desde hace años, especialistas y actores culturales alertan sobre las prácticas que, en nombre del turismo, tienden a banalizar o estereotipar las expresiones culturales para atraer visitantes. La gestión turística, en muchas ocasiones, responde a objetivos económicos y de imagen, con procedimientos que responden a ámbitos políticos separados de los de la gestión cultural. Este desacople puede traducirse en la reproducción de identidades estereotipadas, en la imposición de tiempos distintos a los de las comunidades y en la limitada participación de esas comunidades en la representación de su propio patrimonio. La pérdida de los sentidos profundos de las prácticas culturales es una barrera que ya se ha traspasado. Y uno de los motores de tensión entre los gestores culturales y los turísticos.
Frente a estos desafíos, surge la necesidad de replantear el modo en que concebimos y gestionamos el turismo. La clave está en promover un modelo que priorice la participación, el respeto y la valoración genuina del patrimonio cultural. Esto implica diseñar estrategias que fortalezcan las comunidades desde su propia perspectiva y que tengan en cuenta los saberes y ritmos propios, en lugar de imponer agendas externas. Así, incluir herramientas de mediación como la gobernanza colaborativa, los presupuestos participativos o los planes de gestión compartida permitiría no sólo problematizar, sino también orientar hacia procesos concretos de articulación intersectorial y comunitaria.
Un concepto que ha cobrado relevancia en este contexto es el turismo regenerativo, una lógica que va más allá de la mera sostenibilidad. Mientras esta última busca reducir el impacto negativo, el turismo regenerativo propone aportar a un impacto positivo en los destinos, fomentando la restauración de ecosistemas, comunidades y culturas. La idea es que tanto viajeros como comunidades sean protagonistas en procesos de recuperación, fortalecimiento y valorización, dejando un legado duradero y beneficioso para todos. En este sentido, sería enriquecedor incorporar estrategias orientadas a posicionar a las personas viajeras no sólo como consumidoras de experiencias, sino como aliadas conscientes y corresponsables. Esto podría incluir propuestas de turismo interpretativo con enfoque crítico, experiencias co-creadas con comunidades anfitrionas, instancias de devolución o reciprocidad simbólica y campañas de comunicación que promuevan valores de respeto, cuidado y participación activa. Incluir este enfoque permitiría fortalecer la dimensión ética del turismo regenerativo y ampliar su alcance transformador.

Este enfoque da lugar para pensar la cultura regenerativa, que apunta a revitalizar y fortalecer las tradiciones y expresiones culturales en las comunidades. No basta con preservar el patrimonio; se trata también de renovarlo y adaptarlo a los nuevos desafíos sociales y ambientales, garantizando así su resiliencia y vigencia en el tiempo. Estas ideas sostienen que el patrimonio cultural no debe ser solo un legado del pasado, sino un dispositivo dinámico que interactúa en el presente y que puede proyectarse hacia el futuro si se gestiona de modo participativo y respetuoso. En ese sentido, las políticas públicas y las prácticas turísticas deben ponerse a la altura de estas perspectivas, promoviendo espacios de diálogo y participación activa de las comunidades en la construcción de su propia narrativa. Algunas estrategias que podrían sumarse para fortalecer el enfoque regenerativo entre cultura y turismo incluyen la creación de mesas de diálogo multisectorial, donde los actores turísticos, culturales y comunitarios puedan establecer criterios compartidos sobre el uso, gestión y valorización del patrimonio; el impulso de presupuestos participativos culturales y turísticos que permitan a las comunidades decidir sobre proyectos o actividades que impacten en su entorno inmediato; el desarrollo de mapeos culturales colaborativos, donde se identifiquen los bienes tangibles e intangibles desde la mirada local y no solo desde la técnica o institucional; la elaboración de planes de gestión del patrimonio compartidos, con objetivos, indicadores y compromisos co-creados entre la comunidad, el Estado y el sector privado; y la formación en mediación cultural para trabajadores del turismo, de modo que puedan reconocer y respetar la dimensión simbólica y viva de los territorios.
Al mismo tiempo, es fundamental abordar las tensiones existentes, como la diferencia de ritmos entre la economía turística y las lógicas culturales, o la necesidad de democratizar el acceso a los bienes culturales, evitando que el patrimonio se convierta en una mercancía excluyente. La recuperación de saberes y tradiciones puede convertirse en una herramienta para generar valor social, ambiental y económico, si se diseña con una mirada regenerativa. Ahora bien, la noción de regeneración implica dinamismo y cambio, por lo que sostener el legado inmaculado en el tiempo puede ser contraproducente para su preservación.
En definitiva, transformar el turismo en una herramienta de gestión cultural significa reconocer que no es sólo una actividad económica, sino también un espacio de construcción identitaria, de participación y de respeto por las diversidades culturales y sus legados. Solo así podrá dejar atrás la visión extractivista y homogenizadora, y abrir paso a experiencias que regeneren la esencia de cada destino y fortalezcan las comunidades que los habitan. Este proceso requiere un compromiso conjunto de todos los actores sociales, políticos y culturales, y una mentalidad que priorice el valor local y la participación activa. Solo así, el turismo podrá cumplir con su potencial transformador y convertirse en un motor de protección, valoración y regeneración cultural y ambiental.
(*) Sebastían Hissa es licenciado en Turismo. Docente FTA-UPC. Evangelina Vaula es creadora de Antídoto (@antidoto_)