Montpellier, una ciudad de once siglos que guarda el secreto de la eterna juventud

Autor:

Carolina Otero

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Cafés llenos, terrazas vibrantes, músicos callejeros; la juventud se mezcla con la historia sin conflicto alguno. Donde otros lugares guardan reliquias, esta bellísima ciudad del sur de Francia, conserva pensamiento, y eso la mantiene joven.

Hay ciudades que envejecen con dignidad, envueltas en la nostalgia de su pasado. Y hay otras, como Montpellier, que parecen haber hecho un pacto con el tiempo: se nutren de la historia, pero caminan con paso ligero, curiosas, llenas de vida.

No busca competir con París o Niza. Montpellier seduce de otra forma: con un ritmo propio y esa elegancia desenfadada que solo el sur de Francia sabe tener.

Su historia se remonta al siglo X, cuando mercaderes, médicos y sabios levantaron aquí una urbe abierta al conocimiento. La Facultad de Medicina, la más antigua de Europa aún en funcionamiento, sigue siendo símbolo de esa vocación intelectual. Quizás por eso la ciudad conserva un espíritu estudiantil que rejuvenece sus piedras. Cafés llenos, terrazas vibrantes, músicos callejeros; la juventud se mezcla con la historia sin conflicto alguno. Donde otros lugares guardan reliquias, Montpellier conserva pensamiento, y eso la mantiene joven.

Pero Montpellier no se explica sin su luz. El clima mediterráneo lo inunda todo: los colores, los aromas, los gestos. En la Place de la Comédie, epicentro de la vida urbana, el aire huele a café recién molido y croissants. Los locales se sientan a mirar pasar el mundo; los viajeros, a intentar entender ese placer simple de no hacer nada y disfrutarlo todo.

Caminar por el casco antiguo, conocido como l’Écusson, es perderse con placer entre callejones medievales, patios escondidos y mansiones del siglo XVII. La Catedral de Saint-Pierre, con sus torres puntiagudas y su pórtico monumental, recuerda los tiempos en que la ciudad era bastión religioso y académico.

Entre los símbolos más elegantes de Montpellier se alza el Acueducto de Saint-Clément, también conocido como “Les Arceaux” por sus largos arcos de piedra. Construido en el siglo XVIII, esta monumental obra de dos niveles imitó el estilo romano y llevó agua desde la fuente de Saint-Clément, a casi 14 kilómetros, hasta el corazón de la ciudad. Desde su base, la vista hacia el Promenade du Peyrou —esa explanada elevada coronada por el Arco del Triunfo y la estatua de Luis XIV— es una de las postales más hermosas de la ciudad.

Mención aparte merece la amabilidad del sur de Francia. Aquí, los saludos son efusivos y las conversaciones se alargan. En la boulangerie se comenta el tiempo, el camarero te llama “mon ami” aunque te haya visto una sola vez, y en el mercado la vendedora de aceitunas insiste en que pruebes antes de decidir. No es una cortesía ensayada, sino un modo de estar en el mundo: una sociabilidad natural, heredera de siglos de plazas, ferias y sobremesas al aire libre.

Montpellier no busca impresionar, invita a quedarse. Me marché con la sensación de haber encontrado no sólo una ciudad especial, sino una manera de vivir.
El sur de Francia me enseñó que la juventud no depende de los años, sino de la curiosidad.
Y que hay lugares —raros, luminosos, esenciales— donde el tiempo no pasa: simplemente se disfruta. Montpellier es uno de ellos sin duda.

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