Arte sacro en el Cerro del Romero

Autor:

Mariana Otero

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La muestra itinerante de vitraux que impulsan Juan Villarroel y su esposa Liliana llegó a Villa de María de Río Seco. Son íconos ortodoxos.

La tarde en que Juan Villarroel y su esposa Liliana abrieron su muestra itinerante de arte sacro en el Cerro del Romero, el pueblo entero parecía haber despertado con la alegría de las fiestas patronales. Villa de María de Río Seco, en el extremo norte de Córdoba, a unos doscientos kilómetros de la capital, respiraba un aire antiguo, casi ceremonial, como si la tierra misma aguardara ese encuentro entre la oración, la luz y el arte.

La historia había empezado tiempo atrás, casi por casualidad. En su primera visita a Villa de María, durante la presentación de un libro en el Museo de Leopoldo Lugones, descubrieron el cerro intervenido por palabras: en el oeste, reposan los restos del poeta; en el mismo camino hacia la cima, se exhiben extractos de las obras literarias ganadoras de un concurso anual de letras. Aquella mezcla de piedra, silencio y literatura dejó en ellos una huella que regresó meses después, cuando decidieron sumar imágenes a esas palabras, como si un extremo del cerro llamara al otro.

Juan suele decir que su acercamiento a los íconos comenzó en los años 80, cuando el papa polaco Juan Pablo II abrió un diálogo nuevo entre la Iglesia Católica y la Ortodoxa. Desde entonces, él y Liliana se sintieron atraídos por esas imágenes que, más que pinturas, son ventanas hacia lo divino, gestos de color que no buscan atraer la mirada sino elevarla.

Pero fue un hallazgo fortuito el que terminó de dar forma al proyecto. Un día se encontraron con los íconos de una monja entrerriana que los chicos de Villa de María habían trabajado para una muestra de pintura y escritura. “Y dijimos: ¿qué pasa si alguien les pone color?”, recuerda Juan.

La decisión de llevarlos al vidrio vino después, cuando conocieron a Genoveva Pérez, una pintora de Unquillo que le daría vida a los colores. Entonces surgió otra pregunta: ¿cómo hacer para que esas imágenes llegaran a la gente? La respuesta apareció pronto: crear vitraux.

Los colocaron en cajas de vino recicladas, pintadas en dorado —el color de lo sagrado—, iluminadas desde dentro y sostenidas por pilares móviles. Luego los llevaron a la ladera oriental del cerro, donde la luz cae oblicua y parece, por momentos, una bendición. Juan insiste en que son obras hechas para creyentes, pero la verdad es que los vitraux no piden credenciales de fe: basta mirarlos para entender que hablan un lenguaje universal.

Cada ícono representa un misterio del rosario. Juan explica que en la tradición ortodoxa estas imágenes no sólo muestran figuras sagradas: están presentes. Revelan la gloria de Dios, pero también la belleza del mundo. “Dios se nos insinúa a través de los sentidos —dice—, por eso esta profusión de colores.”

El recorrido del que participó Modo Viaje comenzó al caer la tarde, cuando la Opus 41 de Tchaikovsky —la Liturgia de San Juan Crisóstomo— se mezclaba con la brisa cálida del cerro. Juan y Liliana apenas ofrecieron algunas palabras iniciales; el resto quedó entregado a nosotros, los visitantes, que avanzamos entre luces y sombras.

Al final, la experiencia deja a muchos sin palabras. Los íconos, con su paciencia de siglos, no imponen un mensaje: esperan. “El ícono está incompleto —piensa Juan—. Uno lo termina con cada nueva mirada. Es fascinante: de pronto encontrás un color, un gesto, una postura. Los íconos no buscan distraerte, sino incluirte. Que entre por los sentidos y llegue a lo invisible.”

La muestra seguirá su camino. Tal vez, como sugieren ellos, el próximo destino sea la Puna jujeña. Allí, en medio de un paisaje luminoso, los vitraux volverán a encenderse y a esperar la mirada que los complete.

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