Viaje al gótico

Autor:

Alejandro Bovino Maciel

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Cuesta emprender un viaje en busca de símbolos.

Normalmente viven en nuestra mente: me niego a tener alma, bastante trabajo me da cuidar llaves, documentos, anteojos, teléfono, el sello de psiquiatra y bolígrafos que nunca debo olvidar al salir de casa. Un alma sería algo más que debería recordar llevarme al salir. Ya tengo la memoria saturada de contraseñas, obligaciones, horarios, reglas de tránsito y algunos versos ajenos que me rondan en forma de estrofas o estribillos de canciones. No quiero más.

Decidí este viaje al gótico español porque necesito verificar las vagas intuiciones que me rondan. Alguna vez me pregunté, al observar una catedral gótica con retablos (altares) barrocos, ¿cómo hicieron estos artistas para casar tan armoniosamente dos estilos tan diferentes y separados por el tiempo y el espacio? Gótico sucede al austero románico y florece allá por los siglos XII, XIII y hasta XIV. En ese momento irrumpe el Renacimiento. El Barroco no es más que la desesperación del arte por agotar las conquistas estéticas renacentistas, desde el espacio con perspectivas de Pico de la Mirándola, al perfeccionismo anatómico de los tres monstruos sagrados: Leonardo, Rafael y Miguel Ángel.

Cabecera, Catedral de León. Foto: Alejandro Bovino Maciel.

El Barroco busca impregnar de exageración la expresión de cada obra. El horror vacui y el memento mori son sus consignas. Hice el itinerario barroco en mi viaje a Roma, Nápoles y Sicilia. Ya había visto el gótico en un viaje por Francia y España (Segovia, Sevilla y Toledo) pero me faltaban dos catedrales que son emblemáticas del primer gótico: Burgos y León.

En toda historia del arte ­­(que no discuto) se nos enseña que el gótico es expresión de la necesidad de elevación del ser humano hasta Dios. Los altos muros, los arcos ojivales que se parecen al espacio que dejan dos manos en oración, los altos vitrales iluminando a plenitud esas bóvedas con delicadas nervaduras, todo tiende hacia lo alto. Todo reclama a Dios porque (dicen los manuales que no discuto) el eje de la vida medieval era teocéntrico. Dios era el centro desde el que se organizaba la vida diaria.

Un ángel gótico. Foto: Alejandro Bovino Maciel.

Se puede viajar en el espacio, pero también en el tiempo. Y no me refiero a esas paparruchadas del tipo “Volver al futuro” y otras nimiedades hollywoodenses. No. Me refiero al pasado que se busca recuperar por medio de sus huellas. Necesitaba presenciar esas dos catedrales para acercarme más a la idea contestataria que quería proponer a la historia del arte, historia ya desgastada por el truismo, tal como se nos cuenta en cada documental.

Catedral de León. Foto: Alejandro Bovino Maciel.

Tomé el vuelo en Buenos Aires que me depositó en Madrid donde estuve dos días alojado en un hotel que daba a la “Calle del Desengaño” que por las noches se colmaba de travestis, dealers, prostitutas, mamelucos y lumpenaje de toda ralea, sin despreciar a nadie. Si de día era una calle nostálgica, de noche había cualquier cosa menos desengaño.

Llegué a Burgos en un bus muy cómodo en el que viajaban en el fondo del transporte algo así como una familia de gitanos o andaluces muy ruidosos pero alegres. Al parecer papá y mamá venían ensayando un número de flamenco con ese canto lamentoso y sin embargo vital, salpicado de repiques de manos, retumbar del asiento que papá gitano utilizaba como si fuese un bongó, algún que otro zapateo y los chicos aplaudiendo y llenos de risas que contagiaban alegría al monótono paisaje rural del camino a Burgos. Tengo un gran problema con los trenes de España. Tienen precios irracionales. Los números irracionales existen: el tarifario de Renfe lo demuestra. El trayecto Madrid-Burgos, por ejemplo, a las 10 de la mañana cuesta 12 euros, a las 12:30 cuesta 42 euros, a las 18 cuesta 27 euros. Es el mismo tren, no es bala ni nada especial pero los precios saltan como las cotizaciones en la Bolsa, sin explicación racional. El precio de los buses es mucho más estable, y además el servicio del transporte de ómnibus de media distancia es excelente.

En Burgos me alojé en un hotel muy cerca del centro histórico (una recomendación: cuando busquen hotel: fíjense siempre a qué distancia de la catedral queda el sitio que les ofrecen. La catedral es siempre la referencia más precisa en las ciudades antiguas para saber que se está en el centro. Los taxis en Europa no son baratos, y si su hotel, aunque tenga una constelación de estrellas queda en un sitio muy alejado, se pasará usted pagando taxis al mismo precio que le saldría una cena. Mi hotel quedaba a tres cuadras de la Catedral de Burgos. Todo bien.

Modo viaje

El gótico de Burgos es arrobador. Hay que prestar atención a la arquitectura de esa Catedral. Esa planta de cruz latina, los altos muros de las naves, el deambulatorio, las capillas laterales el ábside, el coro. Ese agregado colateral que es la Capilla de los Condestables de Castilla donde, como premio, tiene colgada de una pared una Magdalena atribuida a Leonardo y su alumno. Un Da Vinci lejos de los cardúmenes de japoneses con cámaras y paraguas puntiagudos del Louvre, ya es una proeza. Me puse frente al cuadro: ahí estuvo la mano de Da Vinci. El sfumato es perfecto. La mirada de la santa, el fondo, todo menciona a Da Vinci. Las manos parece que son obra del discípulo, algo no cierra en ese brazo derecho cruzado sobre el pecho. Pero ese rostro es Da Vinci.

Las vidrieras, que es el otro elemento clave del gótico temprano, acá son desestimables. Al retirarse las tropas napoleónicas (que fueron casi peores que las de árabes y vándalos) volaron un polvorín en un castillo cercano a la Catedral. La onda expansiva de la explosión hizo estallar en añicos toda la vidriería medieval de Burgos, solamente quedaron tres o cuatro vitrales originales, todo el resto es moderno y superfluo a los fines de mis indagaciones.

Claristorio. Catedral de León. Foto: Alejandro Bovino Maciel.

Observé y anoté con cuidado los detalles de la construcción: las altas bóvedas, las disposiciones de las capillas laterales, la mezcla de piedra gótica y madera estofada y con pan de oro del barroco de los retablos. Todo eso servía a mis fines.

Mi tesis es simple. Las historias del arte simplemente describen el proceso de cada estilo de arriba hacia abajo. De los estamentos de poder: la Iglesia, la nobleza, la realeza al pueblo que era quien hacía el trabajo. Yo quiero pensarlo al revés: de abajo hacia arriba. Quiero partir de los deseos de esos anónimos cantereros, escultores de piedras, vidrieros, plomeros, coloristas, pintores, albañiles y operarios artesanos que levantaban andamios en el siglo XI sin otra ayuda que sus manos e ingenio mecánico. ¿Ellos permanecerían ajenos al proceso estético solo porque obedecían bocetos y directivas “de arriba”? No lo creo. Alguna intervención siempre tiene una persona al realizar una obra. No son meros copistas ya que no hay un original a la vista del cual se puede copiar mecánicamente.

San Alfonso Caballero. Foto: Alejandro Bovino Maciel.

Los sueños de estos trabajadores del común, los que realizaron físicamente la faena (los carteles adjudican la construcción a tal rey y tal obispo, pero sabemos que ni rey ni obispo eran capaces de mover una sola piedra desde la cantera a los muros del edificio, se limitaban a garantizar los dineros y a dar directivas generales a los arquitectos e ingenieros) y entonces la creación de esa plebe artesana no pueden estar perdida, permanece aquí y allá en los detalles de estos monumentales edificios.

Esos detalles es lo que vine a tratar de detectar.

Tumba de León. Foto: Alejandro Bovino Maciel.

Cuatro días estuve en Burgos. Visité también el Real Sitio de Huelgas que conocí arrobado por el arte encerrado entre los muros de este monasterio medieval con arcos románicos, salas góticas, mausoleos reales, todo descripto por un guía que prefería hablarnos continuamente de paramentos y telas como si fuese un mercader del Once en Buenos Aires. Parece ser que allí depositaban a las niñas nobles para que estuviesen resguardadas de los acechos de la carne. Desde los doce años ingresaban al convento político y en ese hospedaje podían profesar como novicias y luego monjas, o salir para casarse con un marido que les habían destinado sus padres y a quien las niñas ni siquiera conocían de mentas. Pobres damas que recibían el matrimonio por licitación.

Abside gótico. Foto: Alejandro Bovino Maciel.

La estación de buses de Burgos tiene algo de triste. Me embarqué rumbo a León. Allí la Catedral mantiene íntegras las vidrieras del siglo XI, aunque las piedras calizas del edificio, más el terreno inestable sobre el que se edificó, reclamaron sucesivas restauraciones ante los desgastes y amenazas de derrumbes. Yo sabía de antemano que más allá de la planta basilical y los pináculos y torres mi atención debía centrarse en las magníficas galerías de vitrales altos y bajos para ponderar la grandeza de aquellos humildes operarios medievales cuyas vidas serían casi miserables, y sin embargo pudieron elevarse por encima de su condición para crear belleza.

¿Es triste la terminal de buses como dije, o las sensaciones que nos invaden ante la despedida? Sé que hay un 99% de posibilidades de que sea la última vez que vea Burgos antes de morirme.

Toda despedida es una pérdida más que la insolencia del tiempo nos impone. Como el muy canalla, oculto en su madriguera, nunca se detiene, cualquier adiós anticipa el definitivo adiós a la vida cuyo destino final es un nicho en el cementerio, o lo peor: esa moda bárbara de quemar a la gente como si fuese basura para esparcir después las cenizas en un romántico jardín.

En el asiento del bus que estaba delante del mío se aposentó una pareja de adustos orientales de unos cuarenta años. Hablaban entre sí en esa lengua reducida a sílabas cortantes y secas, como quien tartamudea en la nuestra. El hombre, de quien alcanzaba a ver apenas el perfil de su rostro anguloso, remataba el tatareo silábico con alguna vocal seca, cortante, y se quedaba en silencio unos minutos. ¿Meditaría? ¿O  será que nos hemos inventado un prototipo oriental de laos tsés, confucios y budas seriales sembrando la tierra de seres introspectivos?  Después subió un gringo sesentón, alto y fornido ¿teutón?, ¿helvético?, ¿valón? Llegó a último momento bufando. Cargaba una gran mochila de la que colgaban las vieiras, zurrón, sombrero y otras chucherías. El famoso Camino de Santiago incluye este tramo y ya no quedan peregrinos que lo hagan íntegramente a pie. Combinan una parte caminando y otra en buses, alternando las fases hasta arribar a Compostela. Vistiendo ropas de cazador de safari, el gringo dejaba ver dos gruesas y macizas piernas llenas de várices, sandalias y medias blancas hasta la mitad de los tobillos. ¿Adónde fue a parar la ancestral elegancia europea? ¿No llegan los figurines a la alta Sajonia? No se puede combinar (me enseñaron desde chico) medias largas con pantalones cortos y sandalias. Es un pecado original que ni Santiago con su santidad se lo perdonaría.

Modo viaje

En los campos, a la salida de Burgos, el paisaje de sembradíos de parcelas con distintos tonos de verde se eriza con blancos y gigantescos molinos de viento para la generación de nuevas energías no contaminantes. ¿Qué diría Don Quijote de toparse, allá por el siglo XVI con estos modernos monstruos eólicos? ¿Los tomaría por gigantes o por los fantasmas que amueblan nuestros sueños?

La dueña de la frutería de Burgos que me vendía duraznos y cerezas me comentó acerca del reciente apagón nacional de energía que sufrió España y, aunque duró apenas un día, produjo graves daños. “Por poco nos lleva a la extinción, sabe usted” me comentaba haciendo gestos de calamidad con los brazos en alto como si yo la estuviese apuntando con un arma. Nada funcionaba: la balanza, el cobro, el refrigerador, la iluminación. Todo necesita de la electricidad. Como el agua y el aire, la corriente eléctrica solo existe para nosotros cuando no está. Con la muerte sucede algo similar. Pródico de Cos lo decía en el siglo IV antes de Cristo: “cuando yo estoy, la muerte no está. Cuando está la muerte, yo ya no estoy”.

En otra parada subieron varios muchachos con las típicas señales de los romeros de Compostela: bastón, la almeja, los sombreros y las mochilas. Una insólita pareja de japoneses papistas entre ellos. Serían ocho o nueve en total, todos fueron a sentarse en los asientos del fondo, cerca de los flamencos que ya habían silenciado sus saetas y parecían hipnotizados por el sopor de la siesta.

En el bus dos pantallas de 32” van anunciando el trayecto del viaje en la silueta de un pequeño móvil gris que surca líneas con nombres de villas y pueblos del camino o las cercanías, tal como aparece en el GPS de cualquier automóvil moderno.

Dos monjas con hábitos negros viajaban juntas en los asientos al costado del mío. Al hurgar en mi maleta donde debo escarbar para halla algo entre el desorden que genera la entropía a mi alrededor dispersando los objetos al azar, una de ellas me miró con una sonrisa pacífica como si me deseara lo mejor. Me recordó de inmediato a la hermana Rosario, la única que “me adoptó” en el beaterio donde me encerraron a los cinco años. Un hombre canoso extrajo un gran habano del bolsillo de su chaqueta y con toda inocencia pidió fuego a la señora que viajaba a su lado. Pasábamos por Osorno en ese momento. La vecina de asiento, casi espantada, exclamó:

-Hombre, no se puede fumar aquí.

– ¿Por qué?

– ¡Porque está prohibido! ¿No leyó el anuncio? -dijo, señalando el rótulo con la señal de un cigarrillo tachado en rojo que venía adherido al cristal de la ventanilla del bus.

-No sabía -es todo lo que dijo el pobre hombre, como disculpándose. Y volvió a guardar su cigarro en el bolsillo.

¡Ah, Osorno, Osorno!, jamás olvidaré haber atravesado furtivamente tus pocas calles. Alcancé a ver la silueta de lo que podría haber sido una ermita románica a la salida de Osorno. Seguí haciendo mis anotaciones al margen del esquema de las bóvedas de Burgos cuando un murmullo general me hizo levantar la vista. En las pantallas habían desaparecido las aburridas líneas de rutas y pueblos para dar lugar a una película pornográfica en la que un brioso y goloso mulato era amamantado por una pulposa rubia teñida.

La monjita a mi lado del pasillo, como movida por un reflejo, quiso salvarme del infierno carnal haciéndome señas para que me tapara los ojos con las manos y agachase la cabeza como hacía ella ante el espanto. Los adustos orientales permanecían tan impasibles como Buda. Todo el resto del pasaje parecía divertido ante la imagen láctea entre la rubia y el mulato. Una egregia señora, de las que ocupaban los asientos delanteros se acercó al chofer e hizo gestos señalando airada las pantallas. El capítulo sexual desapareció de nuevo en las pantallas y se retomó el itinerario con la silueta gris del bus cruzando líneas y nombres. Una andanada de rechiflas y silbatinas provino del fondo. Los jóvenes romeros se habían entusiasmado con la rubia y el mulato cuando se les interrumpió la escena para seguir con la clase de geografía que poca gracia les causaría.

Volvió la calma al pasaje, la monjita pasillo de por medio me sonrió como si un gran peso nos aliviara a ambos. Es increíble el poder que tiene el sexo para desorganizar nuestra vida civilizada.

Arquivolta, Catedral de León. Foto: Alejandro Bovino Maciel.

Al llegar a León me esperaba un hambre feroz. En una fonda opté por el lechazo que me ofrecía el cantinero con toda clase de adjetivos superlativos. Se trata de una pierna de cordero lactal, (como el mulato) asada. Equivalente al lechón, el lactal es el cordero que aún no se alimenta de hierbas sino exclusivamente de la leche de la oveja, “Para la noche tendremos nécoras y caldereta de cordero” me ofreció el rechoncho dueño.

Centro de León. Foto: Alejandro Bovino Maciel.

He llegado a León. Veremos lo que encuentro en esa maravillosa galería de vitrales que me trajo hasta aquí.

ALEJANDRO BOVINO MACIEL

www.alejandrobovinomaciel.webador.es

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