El Cairo es una fuente de historias y de sensaciones. La capital egipcia tiene el área metropolitana más grande de África, tráfico, gentío y un descalabro urbanístico monumental. La “ciudad victoriosa” es el epítome del caos.
Allí conviven 22 millones de personas que se lanzan a las calles sucias en vehículos desvencijados, a bocinazos y a puro descontrol bajo el sol abrasador del desierto.
La ciudad es conocida por su pasado glorioso, por su insufrible contaminación acústica, por el olor de sus especias, el alma del islam, las mezquitas, las iglesias cristianas y los bazares de cuentos con el gran Nilo que las divide en mitades.
Para bien o para mal, El Cairo impacta. Es sugestiva, vital, seductora, caótica, llena de secretos.
Desde hace décadas el país vive en crisis habitacional, al punto de que algunas familias se turnan para dormir en una pieza. El Cairo está en permanente construcción y los edificios a medio terminar son habitados por bloques. En determinadas zonas, parece bombardeada. Nos explicaron que para ampliar las autovías y ordenar la urbe, el Gobierno demuele barrios enteros. Pero las casas se tiran por partes y queda la duda de si la ciudad se está construyendo o derribando.
Durante el mes sagrado del Ramadán, el movimiento se multiplica. Las mujeres hacen las compras para la fiesta de tres días que llega tras el ayuno y se arremolinan en el ingreso de las mezquitas, o a la vera de las rutas, para recibir la limosna que dan quienes cumplen con el precepto religioso.
En la plaza Tahrir, donde se gestaron las protestas de la primavera árabe, el ritmo no para. Enfrente está el monumental Museo Egipcio, que alberga la mayor colección mundial de arte del Antiguo Egipto.
Por lo demás, la ciudad de los mil minaretes tiene una energía inagotable y un misterioso esplendor que invita a tomar un té de menta y a fumar una pipa de agua con sabor a manzana en el viejo café El Fishawy, del bazar Khan el Khalili, sólo para descubrir dónde nacen las historias.
